
Hay frases hechas. No es que deban significar algo, la gente las dice para amaestrar circunstancias, para domesticar esperas de ascensores con extraños o trámites hondamente aburridos. La gente, por ejemplo, dice que las cosas no vienen solas. Si las ideas son islas de certidumbre, esta frase es un mar de vaguedades que diluye toda esperanza de entender algo. Pero vale el placebo: dicha la frase, la plebe asiente calladamente e irradia un halo de nulidad mineral. En mi caso hubo en pocos días cambio de trabajo, declinación de mi madre en su enfermedad, y mudanza. El mismo día tormentoso que los bártulos eran izados por obreros con sogas temblorosas por el balcón de Santos Dumont –esa imagen conservaré de la mudanza a Chacarita– la internaban a mi vieja. Pocos días después fallecía; y si bien era previsible, el no ser de la enfermedad y de la invalidez es de un tenor menor que el no ser definitivo. Prefiero lo anterior, recordarla en su callada vigencia de cafés y libros. El día que finalizaron sus trámites de cremación era un lunes soleado de octubre. Quise correr e inauguré el nuevo territorio del que disponía, precisamente los alrededores del cementerio de Chacarita.
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