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Hace algo más de veinte años yo dejaba mi doctorado en Física e ingresaba a Telefónica. En el grupo ingresante de 40 ingenieros había dos “raros” que veníamos de Ciencias Exactas (UBA). Vi algo que me asombró del management: no eran muy afectos a manejar el MS Office ni a enviar emails, cosa que sí hacíamos en Exactas. Muchos de estos directores todavía utilizaban fax y memos. Recuerdo en particular una gerente que imprimía todos sus emails y subrayaba prolijamente los párrafos esenciales. La toma de decisiones en reuniones pasaba por leer en voz alta larguísimos enunciados. Por suerte, la nueva camada cambió esas prácticas. La información ya fluía de otra forma, y solo los directores y gerentes que supieron aprender a tiempo disfrutaron todo lo que vino después.
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Voy a sacar la basura al quemador y sucede lo que tantas veces temí: me quedo afuera del departamento, sin llaves. Es un instante, una mano vacilando con la llave, otra con la bolsa, la mente en alguna iteración perdida, y pasa esto. Miro alrededor. En el edificio de Bernardo de Irigoyen de mi niñez quedarse fuera signfica verse rodeado de toneladas de mármol y metal, tal fue el despropósito de los arquitectos portugueses. Quienes plantaron un edificio de Recoleta en Constitución no tuvieron problemas en despilfarrar en el hall. Me recuesto en la baranda de la escalera y miro fijamente los tres departamentos con sus rombos de mármol y sus letras indicativas junto a sus correspondientes puertas en un silencio que podría durar años. Toco timbre en lo de Juanita y en lo de Irasusta: previsiblemente, nada. Todo está en silencio, no llega ruido alguno de la calle. Estoy en traje gris y en ojotas, asimétrico en formas pero relativamente a salvo. Asciendo un par de peldaños y me siento a esperar.
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